El Espacio
Un panificadora cultural en la que, además de exposiciones, tendrán lugar encuentros artísticos, talleres, charlas y otras propuestas creativas.
El Espacio
Un panificadora cultural en la que, además de exposiciones, tendrán lugar encuentros artísticos, talleres, charlas y otras propuestas creativas.
De la antigua Panificadora La Laguna al Espacio Lapanera
Después de unos años horneando el proyecto y manteniendo la esencia de la antigua panadería, La Panificadora La Laguna se convierte en un espacio expositivo para albergar arte recién salido del horno, con propuestas “frescas” de artistas visuales de las islas.
Un panificadora cultural en la que, además de exposiciones, tendrán lugar encuentros artísticos, talleres, charlas y otras propuestas creativas. Lapanera nace para potenciar y completar la oferta cultural de La Laguna ofreciendo un espacio para la creación y experimentación multidisciplinar.
La Historia

May García
Nieta de Isidora y Dionisio
La primera panadería estaba en la misma calle Manuel de Ossuna pero abajo, en la intersección con la calle Núñez de la Peña. Era propiedad de mis bisabuelos maternos, José María González y Ramona Ravelo. No sé cuándo se trasladó a su actual ubicación cerca del cruce con la calle Tizón.
Sé que todos mis tíos y tías, según sus edades respectivas, ayudaban en la panadería: cerniendo harina con toallas a modo de embozo para evitar respirarla -que era el caso de mi madre-, cargando y colocando en hileras sacos de harina, amasando…
Una vez, según me contó mi primo Hazael, iba mi tío Gersam por la Plaza del Adelantado con un saco de harina a cuestas sobre su espalda cuando vio un billete en el suelo; como sabía que si soltaba el saco y lo ponía en el suelo para coger el billete le iba a costar volverlo a levantar y colocarlo de nuevo en su espalda, se agachó en un esfuerzo tremendo para recogerlo sin soltar el saco. Hazael lo contaba como si fuera una hazaña de un súper héroe y yo, por mi parte, lo escuchaba convencida de que lo era.
Lo que sé también es que mi abuelo Dionisio nunca la llamó en los documentos oficiales “panadería”, sino “panificadora” porque según me dijo, panadería para él era donde se vendía pan; mientras que “panificadora” incluía también hacer el pan. De la misma manera, mi abuelo hacía constar en su documento nacional de identidad “industrial” como profesión en lugar de “panadero”.


Seguramente esto venía del hecho de que mi abuelo hubiera querido dedicarse al Derecho, pero las circunstancias de su juventud no se lo permitieron y quiso darle a su profesión cierto empaque y este cariz industrial de “panificadora”. De todas maneras, esto era de puertas para afuera, porque siempre lo oí decir “panadería”.
Casi todos los vecinos y negocios de la zona de La Concepción compraban el pan a mis abuelos. No sólo porque era el mejor que se hacía en La Laguna (desde mi punto de vista, claro), sino porque el trato de mi abuela en el despacho del pan era un auténtico lujo. Mis abuelos eran muy buenas personas, pero lo de mi abuela Isidora rozaba lo sublime: siempre con su semblante jovial pese a las preocupaciones y la muchas tareas domésticas (nueve hijos) y laborales; y siempre dispuesta a ayudar a quien, precisamente ese día -mira tú por dónde- no había traído el dinero para comprar el pan.
La panadería de mis abuelos no cerraba nunca: cuando terminaba el horario reglamentado, mi abuela subía una cesta con el pan que había sobrado por la escalera interior que conectaba la panadería con la vivienda; más tarde, a cualquier hora, siempre llegaba alguien por la entrada principal de la casa y tocaba en la puerta.
Desde arriba, se escuchaba a mi abuela decir “¿Quién es?” y la respuesta desde abajo, invariablemente, siempre era “¡Paz!» Entonces se acercaba a lo alto de la escalera mientras el cliente subía y lo atendía.
En este punto ya entran mis recuerdos, porque a todo eso muchos de mis primos y yo estábamos presentes. Cuando nos quedábamos en casa de mis abuelos asistíamos desde por la tarde al proceso de “panificación” y hasta ayudábamos en él: muchas veces mi tío Hazael nos llamaba a mis primos Hazael y Carmelo y a mí a bombear el gasoil para el horno; nos ponía en un cuartito que había arriba cerca de la cocina a darle a una manivela que vaciaba el contenido de un bidón en el depósito del horno. Pero previamente poníamos nuestras condiciones: mi tío tenía que ponerse con las manos detrás de la nuca y mover sus bíceps y sus orejas a la vez.
Mientras jugábamos o estudiábamos oíamos luego, por la tarde, cómo se ponía en marcha la amasadora con la harina, el agua y la levadura; la cadencia del ruido nos acompañaba durante unas horas hasta que paraba para que la masa fermentara.


Muchas veces bajábamos para contemplar el prodigio por el que aquella masa crecía y más de una vez cogimos trocitos para hacernos minúsculos panecillos. Esta aventura cesó cuando una vez nos dio por encender el horno para que se hicieran y mi abuela nos prohibió volver a acercarnos a la panadería bajo pena capital.
Por la noche nos dormíamos con el calor del horno, el ruido de las máquina, los golpes sordos de la cortadora de la masa y algunos gritos de los obreros, mi abuelo Dionisio y mi tío Hazael para hacerse entender en medio de aquel fragor. Y por la mañana, cuando nos despertaba mi abuela, la primera sensación era el olor del pan recién hecho. Un poco dulzón pero con aquel toque ácido de la levadura. Como la vida misma.
Todo lo anterior es sólo un pálido fragmento de mis recuerdos de la “panificadora” de mis abuelos.

Sé que todos mis tíos y tías, según sus edades respectivas, ayudaban en la panadería: cerniendo harina con toallas a modo de embozo para evitar respirarla -que era el caso de mi madre-, cargando y colocando en hileras sacos de harina, amasando…
Una vez, según me contó mi primo Hazael, iba mi tío Gersam por la Plaza del Adelantado con un saco de harina a cuestas sobre su espalda cuando vio un billete en el suelo; como sabía que si soltaba el saco y lo ponía en el suelo para coger el billete le iba a costar volverlo a levantar y colocarlo de nuevo en su espalda, se agachó en un esfuerzo tremendo para recogerlo sin soltar el saco. Hazael lo contaba como si fuera una hazaña de un súper héroe y yo, por mi parte, lo escuchaba convencida de que lo era.
Lo que sé también es que mi abuelo Dionisio nunca la llamó en los documentos oficiales “panadería”, sino “panificadora” porque según me dijo, panadería para él era donde se vendía pan; mientras que “panificadora” incluía también hacer el pan. De la misma manera, mi abuelo hacía constar en su documento nacional de identidad “industrial” como profesión en lugar de “panadero”.

Seguramente esto venía del hecho de que mi abuelo hubiera querido dedicarse al Derecho, pero las circunstancias de su juventud no se lo permitieron y quiso darle a su profesión cierto empaque y este cariz industrial de “panificadora”. De todas maneras, esto era de puertas para afuera, porque siempre lo oí decir “panadería”.
Casi todos los vecinos y negocios de la zona de La Concepción compraban el pan a mis abuelos. No sólo porque era el mejor que se hacía en La Laguna (desde mi punto de vista, claro), sino porque el trato de mi abuela en el despacho del pan era un auténtico lujo. Mis abuelos eran muy buenas personas, pero lo de mi abuela Isidora rozaba lo sublime: siempre con su semblante jovial pese a las preocupaciones y la muchas tareas domésticas (nueve hijos) y laborales; y siempre dispuesta a ayudar a quien, precisamente ese día -mira tú por dónde- no había traído el dinero para comprar el pan.
La panadería de mis abuelos no cerraba nunca: cuando terminaba el horario reglamentado, mi abuela subía una cesta con el pan que había sobrado por la escalera interior que conectaba la panadería con la vivienda; más tarde, a cualquier hora, siempre llegaba alguien por la entrada principal de la casa y tocaba en la puerta.

Desde arriba, se escuchaba a mi abuela decir “¿Quién es?” y la respuesta desde abajo, invariablemente, siempre era “¡Paz!» Entonces se acercaba a lo alto de la escalera mientras el cliente subía y lo atendía.
En este punto ya entran mis recuerdos, porque a todo eso muchos de mis primos y yo estábamos presentes. Cuando nos quedábamos en casa de mis abuelos asistíamos desde por la tarde al proceso de “panificación” y hasta ayudábamos en él: muchas veces mi tío Hazael nos llamaba a mis primos Hazael y Carmelo y a mí a bombear el gasoil para el horno; nos ponía en un cuartito que había arriba cerca de la cocina a darle a una manivela que vaciaba el contenido de un bidón en el depósito del horno. Pero previamente poníamos nuestras condiciones: mi tío tenía que ponerse con las manos detrás de la nuca y mover sus bíceps y sus orejas a la vez.
Mientras jugábamos o estudiábamos oíamos luego, por la tarde, cómo se ponía en marcha la amasadora con la harina, el agua y la levadura; la cadencia del ruido nos acompañaba durante unas horas hasta que paraba para que la masa fermentara.

Muchas veces bajábamos para contemplar el prodigio por el que aquella masa crecía y más de una vez cogimos trocitos para hacernos minúsculos panecillos. Esta aventura cesó cuando una vez nos dio por encender el horno para que se hicieran y mi abuela nos prohibió volver a acercarnos a la panadería bajo pena capital.
Por la noche nos dormíamos con el calor del horno, el ruido de las máquina, los golpes sordos de la cortadora de la masa y algunos gritos de los obreros, mi abuelo Dionisio y mi tío Hazael para hacerse entender en medio de aquel fragor. Y por la mañana, cuando nos despertaba mi abuela, la primera sensación era el olor del pan recién hecho. Un poco dulzón pero con aquel toque ácido de la levadura. Como la vida misma.
Todo lo anterior es sólo un pálido fragmento de mis recuerdos de la “panificadora” de mis abuelos.
La Restauración
Manteniendo la estructura original y reutilizando los ladrillos del antiguo horno, hemos construido un espacio expositivo respetando la esencia de la antigua panadería.